Un día, Macarena entendió que era una quitu. Lo de quiteña, le sacaba un poco de onda. Había algo en esa idea de ser quiteña que siempre iba a estar relacionada con ser blanca o al menos, con una medida de qué tan blanca debías ser para que pudieras ganarte ese apelativo. Por otro lado, ser una quitu, se sentía más como ser ella. Ella misma, sin necesidad de modificaciones inteligentes establecidas por una bloguera. Así fuera la Kiki, o cualquier otra. Macarena disfrutaba de caminar por la calle sintiendo que sus piernas, un par de agujas cortas de carne mestiza, y que terminaban en unos zapatos bajitos, casi sin suela. Se llevaba las miradas de algunos hombres, y también de algunas mujeres. A la gente en Quito le gustaba mirar de una manera invasiva. Dije Quito- se preguntaba- debería decir Quitu- continuó. Con ká? No, deje así, con cu. Los quitus, además, no se habían ido a ninguna parte. En uno de los capítulos más tristes de la conquista de la ciudad (que más que una conqui...