Para Carlos Cóndor, ella encarnaba el mal llamado éxito en la vida: neoyorkina de
buena familia, metro ochenta, cuerpo de bailarina, preocupaciones
suficientemente cosmopolitas, veintinueve años de experiencia. Habían quedado
en encontrarse en un concierto de punk. Él había hecho el contacto con la banda Undead Boys, una banda
tributo a los Dead Boys de los setentas, para que le dejaran
tomar fotos en su concierto. Carlos Cóndor pensaba, mientras se vestía en el
cuartucho que rentaba en los barrios artísticos de Brooklyn, en el valor de las
coincidencias. Habían pasado siete años desde aquel Halloween en el que había
vacilado (un par de besos nada más) con el símbolo de todo a lo que podía
aspirar un latinoamericano alienado por tiras cómicas y enseñanzas de la Generación
X. Tuvo que hipotecar los almuerzos de Agosto para comprarse una camisa que le
sirviera como escudo frente a los dardos venenosos que podía expeler una mujer
como ella. Se habían encontrado varias veces durante los años y ya le había
dado un par de golpes bajo el cinturón: a ella no le gustaban los hombres como
él, sin importar cuantos cortometrajes produjeran en un lustro, ni siquiera si
alguno de estos era aplaudido en alguna muestra en París. Ella ya había
superado su época de tener un novio franchute.
Aquella noche parecía diferente. Carlos Cóndor se sentía un hombre
nuevo. Los elogios desde París habían hecho que su cama, mejor dicho colchón en
el piso, castigado cada noche por las fugas de aire frío que su ventana dejaba
pasar, se sintiera como un mastodonte lleno de riquezas, en el que viajaría
junto a Alejandra tras revelarle que su alter ego había imprimido muy bien en
las pruebas de color de un filme que protagonizaba. Carlos Cóndor tenía el
reconocimiento de su Patria y la de ella se caía a pedazos. Esperar siete años
para reventarle el culo a esta gringa carishina
se merecía todo el sufrimiento, todas las dudas.
Sin embargo, el éxito
en la vida desde siempre ha
sido un concepto destinado a defraudar a sus creyentes, como esa escuela que
asegura poder enseñarle a uno todo lo que necesita saber sobre cine en un par
de días: simplemente es un mal negocio. Fue así como Carlos Cóndor caminó de
regreso al tren, solo, después del mal negocio de haber invertido ochenta dólares
en una cita que como máximo le sirvió para presumir frente a los miembros de
una banda de covers que la tipa que
se había marchado enojada, era algo más que simplemente una vieja amiga.
Pastaza
11/02/11
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