Un día, Macarena entendió que era una quitu. Lo de quiteña, le sacaba un poco de onda. Había algo en esa idea de ser quiteña que siempre iba a estar relacionada con ser blanca o al menos, con una medida de qué tan blanca debías ser para que pudieras ganarte ese apelativo. Por otro lado, ser una quitu, se sentía más como ser ella. Ella misma, sin necesidad de modificaciones inteligentes establecidas por una bloguera. Así fuera la Kiki, o cualquier otra. Macarena disfrutaba de caminar por la calle sintiendo que sus piernas, un par de agujas cortas de carne mestiza, y que terminaban en unos zapatos bajitos, casi sin suela. Se llevaba las miradas de algunos hombres, y también de algunas mujeres. A la gente en Quito le gustaba mirar de una manera invasiva. Dije Quito- se preguntaba- debería decir Quitu- continuó. Con ká? No, deje así, con cu. Los quitus, además, no se habían ido a ninguna parte. En uno de los capítulos más tristes de la conquista de la ciudad (que más que una conqui...
mi abuela sonrío, esa es una de las trecientas cuarenta y cuatro sonrisas que aún me acuerdo de mi abuela. comparadas con las cinco de mi abuelito faustito. es momento en el que tras la puerta de su cuarto. todavía bebé yo (gateaba) miro arriba y me encuentro con un señor con un terno café. un señor exquisito. moreno medio calvito con el pelo todo cano. con una camisa beige medio sucia, osea sucio institucionalizado. percudida. abre el closet que crujía porque era de madera vieja. con ese olor carácterístico de un departamento en la avenida américa en el ochenta y tres (yo tenía casi dos años). saca de una cajita negra creo que era (en este punto mi memoria funciona como una película que escribí yo sobre el tiempo en el que recordé mi relación con una gitana que había prometido llevarme a la ciudad de la magia subiendo por un camino secreto, un sendero que se escondía en el sonido del carrizo y el galope. llegamos al tunel como un par de ratas envueltas en moho. hicimos el amor...