pastaza no era blanco, pero tampoco era café. era más bien medio verdoso, y no del verde que les excita a los malditos ecologistas. era de un verde conflictivo, un verde petroleo blanqueado. era un blanco petroleado guapísimo que por alguna razón había sido puesto en el banquillo de los cafés. sus amigos eran cafés, eran latinos. va, pastaza era otro maldito latino, como yo. cuando nos juntamos a jugar ajedrez esa noche, teníamos el interés de llegar al meollo del asunto. estábamos interesados en encontrar el punto en el que todo se había ido a la mierda. el momento en el que el mundo del jazz posmoderno de improvisación se había convertido en una cocha fangosa de la que nadie podía salir vivo.
recorrimos los bares de brooklyn. así fue como dimos con el knitting factory. este lugar en el que tim burn y sus secuaces habían establecido un nicho para su free jazz, que siempre gozaba de buena audiencia. debo aceptar que la multitud era bastante interesante. no necesariamente snob. habían suficientes muchachos a los que se les notaba que la vida les estaba pasando factura. era lo suficientemente difícil ser mesero en nueva york, como para además de eso tener que tocar su instrumento al nivel que lo hacían. digo esto porque muchos de los asistentes eran, ellos mismos, músicos que se alternaban en el escenario.
cuando pastaza se subió al escenario a improvisar con una banda de amigos clientes que frecuentaban el restaurante en el que el era un busser, me di cuenta que había mejorado desde la última vez que le escuché tirando escalas en el basement. había algo absolutamente carchense en su movida, su forma de erigir el cuerpo cuando una nota le costaba. sus momentos de relax. el color rojizo de sus uñas. nadie podría adivinar que este atrevido amateur era en realidad algo famoso en ecuador, por una novela que escribió en sus veintes. nadie sabía su nombre, peor aún su apodo, pastaza, ese apodo que solo conocíamos sus verdaderos amigos, esos que como yo le acompañaban en el anonimato.
carlos cóndor
04/27/12
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