El autoestima de Pastaza no dependía de que tuviera las piernas cortas, ni pelo en los hombros, una cabeza demasiado grande o una voz nasal. Así como tampoco dependía de que a un significativo número de sus compañeras sentimentales tuvieran orgasmos. El autoestima de Pastaza dependía de su talento, pero desde que se había graudado de leyes en la Universidad Central, lo único para lo que le había servido su talento había sido para ganar un premio de poesía que guardaba en un baúl al final de su cama.
Seis años habían pasado desde la última vez que Pastaza vio a Pam, pero más significativamente, seis años habían pasado desde la última vez que estuvo en una casa que no fuera la de sus padres, desnudo, acariciando el cuerpo de una mujer joven, sin que alguien le dijera lo que tenía que hacer durante toda la mañana.
La felicidad de Pastaza si se afectaba de que tuviera las piernas cortas, pelo en los hombros, una cabeza demasiado grande y una voz nasal, también de que sus compañeras sentimentales no tuvieran orgasmos. El talento a Pastaza le había servido para olvidarse de todas esas cosas y reflexionar, desde su pequeña isla, sobre la forma en la que estas cosas podían convertir en un infierno la vida de las personas.
Aquella mañana Pastaza amaneció con un deseo incontenible de escribir. Estaba intentando poner en una novela todo eso que le había faltado en la vida. Quería compensar con la escritura la carencia del amor de Pam. En su novela, la poseería todas las mañanas y ella se vendría encima suyo, colmada. Pastaza estaba resuelto a que su novela sirviera para que se le cayera el pelo de los hombros, se le encogiera la cabeza, se le estiraran las piernas y la voz se le engruesara.
Para esto Pastaza tuvo que vender su premio. La estatuita de oro puro se valoraba en cinco mil doláres, dinero con el cuál Pastaza podría viajar a Nueva York y dedicarse a escribir, si es que se medía con las salidas, comía en casa y se transportaba en bicicleta.
Fueron los tres meses más dulces de su vida. En las páginas de su novela, que tituló Violentamente Felizdescribía como este muchacho, nacido en orígenes humildes en la periferia de Rio de Janeiro, lograba ingresar en una prestigiosa universidad para estudiar ingeniería y se distinguía tanto por su inteligencia que después de graduarse lograba una pasantía en Estados Unidos y se casaba con Pam, una hippie guapísima, que vestía siempre de blanco.
La novela de Pastaza fue un fracaso y solo sirvió para que conociera la vida de un pobre en Brooklyn, pasear por calles hermosas, con casas que aparentaban ser accesibles, pero que costaban millones de dólares y en las que habitaban profesores de universidades de las que Pastaza nunca siquiera escuchó hablar. La pérdida de su estatuita le dejó sin dormir durante las primeras semanas y volvió cuando, en su regreso al Ecuador, con un manuscrito de 500 páginas, la editorial El Conejo se negó a publicarle por su falta de dominio del Castellano.
En ese momento Pastaza pensó en la política. Se enroló en las filas del Partido Socialista y se dedicó a chupar como una mula. La mediana edad le cogió viviendo en un hotel, desesperado por no tener dinero para chonguear y añorando la promesa de talento que su premio de poesía significó cuando tenía veinte y cinco años. Pajareo con algunos de sus amigos de Brooklyn cuando le visitaron en respuesta a sus telegramas de auxilio. Una de ellas hasta le dejó que le mamara las tetas.
Cuando conocí a Pastaza yo también estaba intentando escribir una novela. Me intersesaba el tema de un muchacho de padre peruano durante la guerra en el Cenepa, que viajaba a Alemania y terminaba descubriendo el mundo de la música electrónica, que regresaba al Ecuador y junto con un amigo de la infancia comenzaba una productora de eventos exitosa que le servía para viajar a playas en toda sudamérica, conocer a artistas famosos y finalmente encontrar el amor de una muchacha que también se llamaba Pam.
Cuando Pastaza me habló de su propia Pam comparamos notas y me dí cuenta que en su historia ella no sufría de una violación como en la mía. Mi personaje principal Billy White, este hijo de un señor peruano que emigraba a Alemania se enamoraba de una Pam que borracha en una fiesta le contaba que había sido violada mientras patinaba en su conjunto en la California Alta.
Pastaza se negó a continuar viéndose conmigo cuando por fin encontró otra fuente de ingresos. Pese a ser el único ecuatoriano en recibir un premio tan prestigioso como el que había ganado, no pude encontrar en él nada del talento que esperaba. Durante algunos meses busqué otro mentor. Primero intenté contactar a un ex compañero de la universidad que estaba publicando regularmente, después con un amigo periodista extranjero, hasta propuse pagarle con drogas a un pintor que conocía, pero a ninguno pude convencer de tomarse un café conmigo una vez al mes, mientras yo tomaba notas.
Lo que sí logre obtener de Pastaza fue una copia de su manuscrito. Así fue como me enteré del complejo que le habían causado tener pelos en los hombros, piernas cortas, cabeza grande y compañeras sin orgasmos. Todos eran los rasgos de un personaje que había llamado Santiago, igual que yo- solo una coincidencia más de nombres, pensé, un poco asustado. Pastaza era de otra generación, a un tipo como él nunca se le hubiera ocurrido depilarse los vellos o estimularle el clítoris a su compañera. También pude observar que efectivamente no tenía un buen dominio del Castellano, pero más que nada, que su vocabulario era anticuado, aún para su época. Se sentía un provincialismo en su escritura que debe haber sido producto del no haber salido del país, más que aquella vez a Nueva York en el 74. El internet, le había salvado a mi generación del aislamiento que causaba el que a un ecuatoriano no le dieran visa a ninguna parte. Cómo sino, me hubiera yo enterado de la subcultura tecno en Alemania.
Después de escuchar sus desventuras con las mujeres, me sentí profundamente enamorado de mi pelada. A mi Pam la quería re-escribir tan normal como pudiera, en lugar de hipster la convertiría en una estudiante de sicología, eso si todavía más alta que yo, todavía diseñadora de ropa.
De camino a la casa de Pam (habíamos quedado en hacer pancakes con bananas) sentí que esta vez si tendría que contarle que estaba pensando en dejar la Multimedia y transferirme a Literatura. Ahora que se le había metido entre ceja y ceja la idea de que nos compráramos un carro, comprendí que si iba a compartir mi vida con alguien, esta persona debía estar al tanto de mis pretenciones artísticas.
Santiago Soto
04/01/12
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